Salvador Pliego
Roca, mural de hombres.
Estela de obsidiana
de un maya endurecido.
Como la arena talla al fuego,
como liebre o jaguar petrificado,
fui al río a abrir sus ojos,
al cenote repleto de doncellas y cuchillos.
Ahí descubrí sus pupilas subterráneas,
su cadera verde de algas enjoyadas,
su tristeza de agua
y el llanto dulce que del fondo le bañaba.
Como un pupilo de cervato en brama
le llamé…
Y sólo el silencio, como llanto, de la ola retumbaba.
Oh viejo túnel del tiempo y de la aurora.
Oh corcel de piedras,
del hito hecho bandera.
Cúspide de sueños.
Maíz tejido en las laderas.
En cada piedra cien años escribió la historia.
En cada roca mil soldados sus penachos desplumaron.
Y la sangre como un paño que el templo resguardaba.
Le llamé…
Era el jade, los quetzales,
la brillante turquesa encapsulada,
la flauta en la nota olvidada,
el hombre hecho armadillo y hecho espada,
la mano atada al yugo y a la daga.
Y el agua… ¡Oh, y el agua!…
Esa serpiente que bajaba
de la tumba, de los vientos,
de la nube que soplaba.
Ahí se armó la tierra:
de sus aspas la piedra levantaba,
de sus ubres la pirámide forjaba.
¿Y el hombre?... !Otra vez!.
¿Y el hombre?...
Como un hueso que las bases soportaba.
¿Quién llamó al mural?
Sus ojos intactos de obsidiana.
¿De dónde el pecho palpitaba?
Le llamé…
Y extendió su mano de la roca misma.
Era ella…
De la roca misma…
Me enterró sus brazos…
Y lloró conmigo.
¿De dónde roca?
¿De dónde vino?
Salvador Pliego
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